El frío no pasa desapercibido. No se pueden disimular los temblores ni la tiritona.
Las pisadas suenan a escarcha desvelando el paso, simulando un tempo con espacios en blanco. Las figuras se han perdido entre abrazos y las caricias arropan el día. El vaho no necesita de palabras que lo pronuncien y se camufla entre los besos. Es un gusto llegar a casa.
El café huele más intenso y su calor, en forma de humo, asoma la narizota. Los caldos se han convertido en los platos destacados del Menú del día y el chocolate con churros se toma en terrazas con abrigos y estufas.
El viento grita, y las nubes intentan calmar su angustia siguiéndole la corriente, pero no funciona, y sigue gritando casi con más fuerza.
Ella combatía el frio frente a la chimenea. Las niñas la arropaban con su mantita de unicornios, y era tan feliz que no le importaban los días de lluvia y viento. Pero la soledad le llegó sin previo aviso, traicionándoles al tiempo y a ella. Abandono fue la última palabra, y desde ese día olfatea las calles buscando el olor a galleta, y cuando suena un silbido sus orejas alertan, pero nadie la llama. No la buscan. Y hace frío.
No sabe de calendarios por lo que espera paciente a que pasen los días y ellos vuelvan. Piensa en los lametones que les dará y como correteará al verles. Piensa en jugar, en ladrar, en salir a pasear.
No siente rencor, solo frío y miedo. No había estado antes sola. Ni embarazada.