Una vez me enamoraste, con tus dulces miradas
y tus caricias eternas.
Recuerdo noches junto a ti,
sin dejarnos dormir.
Nos hicimos uno,
y el uno al otro.
Hablábamos sin parar
y dormíamos al amanecer
inmersos en miradas.
No tenía escapatoria.
Tú me enamoraste.
Tan dulce, tan bonito.
Era única, era especial.
Yo. Solo yo.
La más guapa.
Y tú, mi amor perfecto.
Un día me desperté
y todo era diferente.
De repente, mi vida giraba en torno a ti,
y ella era más guapa.
Ya no me mirabas como antes,
no admirabas lo que hacía.
Yo solo pensaba en ti.
Tú, supuestamente, me hacías feliz.
Pero yo no era suficiente para ti.
Despreciabas mis lágrimas,
cuando antes me acariciabas las mejillas
si una lágrima caía.
El cariño desapareció,
y creció el sufrimiento,
de tal manera que se decía que yo no sonreía.
Solo, cuando tú me dabas la aprobación.
Necesitaba tu respeto.
Tu admiración.
Me iba a dormir cada noche mintiéndome a mí misma,
maquillando una realidad muerta.
Los celos se apoderaron de mí.
Tus caricias iban dirigidas a ella.
Yo la odiaba.
Ella,
te oí decir, era más guapa.
Ella,
te oí decir, lo hacía mejor que yo.
Y cuando te lo recriminé, me llamaste loca.
Hasta que un día me lo creí.
Ya no tenía sombra.
Mi presencia, desapareció.
Un día, ya no valía nada.
Pero la batalla no estaba perdida.
Entonces, me hice una promesa a mí misma:
si no me hacías feliz,
no serías para mí.
Yo solo quiero sonreír tranquila.
Y lo haré contigo,
o sin ti.
Ella, más tarde,
se hizo la misma promesa.
Un día aprendí a quererme a mí misma,