Tras la ventana se veía una luz tenue
que se encendía según acariciaba la noche.
Mi compañera decía que era un arquitecto y que de
madrugada trabajaba elaborando planos
para crear un hermoso edificio.
Y una vez más, al atardecer, la luz volvió a encenderse.
No descansaba, ya fuera sábado, domingo o festivo.
Un día, al despertar, desvelé el secreto de la luz.
La lámpara se encendía como si de una carta de amor se tratara.
Ella vería alumbrada la ventana y sabría que, pese a todo,
él seguía pensando en ella.
Cada noche, tras cada día.
A los pies de la lámpara decía: «Encender cada noche».
Y los inquilinos de la vivienda seguían la norma como bien
les imponía el contrato de la casa.
Ella vivía en el edificio de enfrente, era mujer casada en un
matrimonio ya acabado y anclado en un pasado.
Su amor le pertenecía a él, y él, pacientemente, le dijo que
la esperaría hasta que ella tuviera el valor de volver.
Él, con paciencia y amor, murió.
Ella nunca lo supo, porque la luz seguía encendiéndose
cada noche.
Porque su amor perduraría en el tiempo
como desvelaba la luz.
Ella, en un matrimonio infeliz, albergaba la esperanza
de su amor verdadero.
Cada noche ella dormía tranquila
en los yacimientos de un sueño de amor.