Érase una vez una princesa.
Pero no una princesa cualquiera, ella era diferente.
Lo primero que le diferenciaba del resto de princesas era que su reino no poseía fronteras, banderas, ni súbditos, ni siquiera sus padres eran reyes.
Ella sola se había concedido tal nombramiento:
ser la princesa de sí misma,
y sabía que, en cuanto creciera y se liberara de
miedos que acechaban sus noches, se convertiría en reina.
Y no de cualquier lugar, ¡la reina de su propio mundo!
Se empoderaría como una gran mujer.
Tiempo atrás, le contaron un cuento sobre una princesa
que por un maléfico hechizo quedó dormida para siempre,
y solo podría despertar del sueño eterno
con un beso de amor verdadero.
Nuestra princesa se sentía dormida y no quería que la despertaran. Ella quería despertarse por sí misma. Por lo que este cuento para ella no servía.
Armada de fuerza y carisma decidió luchar contra sus miedos
para así despertar.
Arenas movedizas, caminos tenebrosos, oscuros pasadizos,
dragones gigantescos,
pesadillas que atraviesan los sueños.
Ella, armada con su espada, fue derrotando a todas y cada una de ellas.
Llena de heridas llegó a la calma de su sueño.
Y, abriendo los ojos, entre bostezos, regresando del sueño, escuchó:
Princesa, te despertarás y reina serás. Mas no olvides la espada, que algún miedo vendrá.
Ellos, tramposos, se esconderán y disimulados acecharán. No dejes de luchar... y feliz serás.
De esta manera, nuestra reina despertó.
Sin necesidad de nadie. De nadie más que de ella misma.